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Tu legado sigue vivo

Tu legado sigue vivo

Enviado por Fco Álvaro Ruiz de Guzmán-Moure el 04-08-2011

Él fue hombre de costumbres añejas y campestres. Tras la revisión diaria de los campos de labor, olivares… a lomos de «Avión», se entregaba con la misma pasión a los manojos de espárragos que a birlarle unos kilos de caracoles al arroyo, si el clima era propicio...
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Él fue hombre de costumbres añejas y campestres. Tras la revisión diaria de los campos de labor, olivares… a lomos de «Avión», se entregaba con la misma pasión a los manojos de espárragos que a birlarle unos kilos de caracoles al arroyo, si el clima era propicio.

Su figura sobre «Avión», aquel que se hundiera en un barrizal de un barbecho sin osar moverse hasta orden y señal de su amo, le era tan necesaria a El Almendro como le puede ser la bellota al cochino, o el pastor para sus ovejas. De la misma forma que a él le eran necesarios sus reclamos «Agonías», «Cabrero», «Quitapenas»… que en su tranquila y despreocupada soltería le llenaban las horas muertas que no pasaba en las labores del campo o junto a la familia.

Mantenidos a base de trigo y agua, con el adimento de habas, cerrajas, bellotas, garbanzos… lucían a la par que los del campo, cada uno con su piedra de asperón perfectamente pulida por él, por si era necesario afilarse el pico. Ocupaban un pequeño cuarto perfectamente diseñado por y para ellos, y eran sacados periódicamente al sol o al chiribiri, que tanto beneficio les aporta a la pluma. El celo no era cuestión de vedas o fechas, sino del celo de las camperas . Éstas se reservaban para la jaula, si bien no carecían de diversión los invitados a la finca con los abundantísimos conejos, liebres, magníficos pases de tórtola, zorzal, y abundantes codornices en la siembra y en los arroyos. Todo bajo la advertencia de «destierro» si caía alguna patirroja en la jornada.

Es neceser situarnos en una fría mañana, ya pasado San Antón, en la puerta del cortijo. No era más tarde de las 8, y cuando los habitantes del cortijo se dirigían a dar buena cuenta del desayuno, una silueta salió del cuarto de los pájaros, y sin hacer ruido, se dirigió al exterior donde Avión esperaba pacientemente junto a la morera que crecía sobre el pozo. Con «Agonías» a la espalda, la capa bien dispuesta a aliviar el frío, y la gorra cortijera tapándole el cielo de la vista, se dispuso a montar y enfiló, pasito a pasito, sin prisa, el carril que ascendía hacia el olivar que se encuentra dominado por el peñón de El Almendro. El rocío nocturno era pisoteado a cada paciente paso por Avión que, como siempre, quedó a la espera de su amo a una distancia prudente del olivar. Tras desmontar, se encaminó hacia el puesto de piedra que años más tarde quedaría como simple majano.

Creo que, por suerte, él no podía ni sospechar el destino de aquel ancestral aguardo. Tras retocar el tanto y la tronera colocándole esparto para acomodar la escopeta, ató la jaula de Agonías con una guita que acostumbraba llevar. El héroe aun se encontraba ensayuelado, pero ya se escuchaban sus ganas de faena, mientras con el hacha que tantas veces he tenido en mis manos, se dispuso a añadir varios detalles al tanto.

Una vez destapado Agonías se dirigió a acomodarse en ese viejo asiento, sobre el que tantas veces me he sentado tras una mirilla destinada expresamente para mí, y cargó la escopeta toda vez que Agonías ya tanteaba campo saliendo por alto. Tras cinco minutos de reclamos y un par de veces dando de pie, el experimentado pájaro se dispuso a escuchar.

Más abajo se escuchó el piolío de una collera que a buen seguro quedó posada cerca de la Capellanía, o en las lomas del arroyo que divide ambas fincas. Agonías volvió a soltar una tanda larga, de cuarto de hora medio calculado, con más frecuencia de cuchicheos y piñoneos. Pararse a escuchar y oírse un piolío desde el peñón fue toda una. Debieron quedar detrás del aguardo, pues habían escapado a su vista. Nada más cierto: tras soltar Agonías un reclamo embuchado, ya sentía el «rrírrrrírrírí» avanzar hacia él, y cuando volvió la vista a la plaza ya veía a Agonías encorvado, hecho estatua, recibiendo casi invisiblemente para el ojo humano.

Pero él ya lo conocía y sabía que no podía fallar. Tras algún minuto recibiendo, observó al macho a su derecha, protegido por la franja de monte del Peñón. La hembra no daba señales de vida. Tras un momento de titubeo, el campesino acude al tanto y empieza la ronda de rodeos sobre el extraño, que ni se inmuta y persiste en la misma actitud. Mas este campesino tenía poco espíritu literario, y no debía haber leído ni escuchado cómo había que expulsar a los extraños.

Se introdujo de nuevo en el monte, y Agonías empezó a soltar embuchadas de nuevo. Tras un ratillo de incertidumbre, con el macho oculto, Agonías para repentinamente, dirige su pecho hacia la siembra, y comienza a reclamar saludando al sol que se decidía a salir radiante tras evitar las nubes que le habían amargado el amanecer. Fue inevitable; del monte se vio salir una bola erizada saseando al veterano reclamo, que volvió a su actitud con un recibo de pico impecable, aunque la hembra seguía sin aparecer.

Cuando el campesino ha dado tres vueltas al tanto se escucha la pajarilla entre el olivar, quizá harta de esperar a su macho, mas éste se encuentra resolviendo diferencias indispensables y, a la séptima vuelta, no hay más remedio que rendirle homenaje a Agonías y resuena el tiro en el peñón. Agonía comienza a emitir un «rírrírí» muy suave y bajito, que va aumentando progresivamente, y «mata» finalizando con un reclamo por alto. La hembra contesta algo más cercana, y él ya se frota las manos sólo de pensar la faena que le espera por ver.

Más allá del cortijo se escucha un tiro, probablemente de su hermano Antonio, que aún no siendo tan ortodoxo, siempre gusta de dar unos cuantos puestos al año.

Agonías comienza a dar de pie suavemente y la hembra va desplazándose por los alrededores de la plaza characheando, buscando a su macho. Tras diez minutos de esta guisa, Agonías parece estar empleando todo su arte y paciencia para llevar la mañana a buen puerto, y le suelta unas embuchaillas que hacen a la pájara acercarse a la plaza, en la zona más próxima al aguardo.

Los nervios llegan pero ya se controlan mejor que en los primeros años, aunque no por ello dejan de traicionar. Tras un minuto recibiendo Agonías y con la pájara deambulando por el aguardo, el veterano reclamo comienza a picar trigo y lo desparrama por la plaza. Tras repetir tres veces este proceso, empieza a titear de forma exquisita, y los pulsos del corazón ascienden notablemente. La hembra se dirige hacia el pulpitillo y comienza a rendir sus honores a Agonías, que se esponja y se arranca otra vez por embuchaillas. Tras cuatro minutos de íntimo diálogo, la hembra toma camino hacia la siembra quizá en busca de nuevo galán o del sustento diario, y Agonías empieza a reclamar por alto buscando batalla. Tras bastantes minutos contemplando a su adalid en el tanto, decide toser y salir a recompensar a su campeón. Muy lentamente y tocándole los pitos, coge con mucho cuidado el campero y lo muestra ante el vencedor que, no contento con las soltadas durante el puesto, se arranca de nuevo por embuchaillas picando los dedos de su maestro. Tras varios celos, se conocen a la perfección y él sabe que Agonías no se va a ofender por dejar marchar una perdiz que, a buen seguro, meses después avanzaría con su prole delante de los pasos de Avión, y quizá uno de sus hijos pudiera ser el que se dirigiera a rendirle batalla a alguno de sus nobles guerreros enjaulados años más tarde.


Dedicado a mi tío Sebastián (q.e.p.d.) 

Fco Álvaro Ruiz de Guzmán-Moure


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